De una
galaxia antigua una estrella decidió marcharse e ir a la tierra, quiso dejar su
estela en el firmamento y ser alma de una vida.
Ingenua ella
no comprendió tal hecho, las almas viven toda la eternidad, una vida no es más
que un aprendizaje a la vez. Podría resumirse en la frase de aquel tango
“primero hay que saber sufrir, después amar, después partir […]”
Vida tras
vida la estrella fue tropezando, cayendo, muriendo y renaciendo. Aprendiendo,
enseñando, anhelando.
De alma niña
aprendió que perder seres queridos, almas viajeras, maestras, enseñantes, es
sólo una manera de entender la finitud del apego, y que esas almas misioneras
volverán en otra vida a completar su misión de pertenecer.
Vidas posteriores
le mostraron que las conexiones con otras almas más jóvenes o viejas son
durables en la eternidad, y que una vida tras otra se las ingeniaría para
enlazarlas.
Cuando ya
vieja la estrella descubrió que su enlace esencial su conexión no era alma
nueva ni vieja, ni alma. Que su amor era otra estrella, de su galaxia, una más
bella, de estela más brillante y libre. Entristeció porque sus vidas mundanas
le prohibieron esa libertad de amar a su amor.
Lo que ella
no sabía, pero que luego ésta vida le mostró, es que aquella estrella bella de
estela libre, bajo también a la tierra, como ella desde su galaxia para ser
alma y reencontrarla.
Las dos
estrellas vivieron las vidas sin saber de la otra y un día, la magia del
universo, la conspiración de las galaxias hicieron que éstas se cruzaran, que
sus risas acopladas descubrieran el plan de la eternidad de juntarlas.
Dos almas
viejas, estrellas libres que se aman y dibujan con sus estelas una historia
para ser contada.